Cementerio Municipal

 

 

(fuente: Historia de Curicò, Tòmas Guevara)

Durante la administración de don José María Labbé se pensó también de un modo
formal en la instalación de un cementerio que estuviese situado fuera de los límites
urbanos. Estaba en uso todavía la costumbre de los españoles de enterrar los muertos en
las iglesias, cuando sus deudos cubrían los derechos de los párrocos, y en un lugar
contiguo a la parroquia, llamado <<enterratorio» o <<campo santo», destinado para los
cadáveres de pobres de solemnidad.

El camposanto estaba en este pueblo en el costado poniente de la iglesia a pocas varas de la plaza de armas. Servia, como se comprenderá, de foco inagotable de infección para los habitantes de la villa, a la cual daba el aspecto repugnante y lúgubre, pues la gente del campo esperaba en la calle durante noches enteras que llegara el dia para poder enterrar los cadáveres. Impacientes a veces, los dejaban abandonados, sobre todo a los párvulos, para que el cura o la autoridad ordenasen su entierro. Frecuentemente los sepultureros de la iglesia al remover la tierra para dar lugar a otro cadáver, se encontraban con mortajas, almohadas, pedazos de ataúd y horribles despojos humanos que solían botar a la calle. De esta manera la misma iglesia se convertía en un lugar inmundo, que requería como obra de aseo diario, una prolongada ventilación que arrastrara las pestilencias de la descomposición cadavérica de los fallecidos más pudientes que tenían el privilegio de ser sepultados dentro de la nave misma del templo.
Llegaba a tal grado  el abandono del deber de cuidar a los muertos y mejorar las condiciones higiénicas de la villa, que los perros solían entrar al campo santo y
desenterrar los cadáveres. El 10 de marzo de 1848 se encontró en un sitio de la calle “Del
Estado” la cabeza de una mujer. La noticia se esparció por el pueblo con el colorido de un
alevoso asesinato, la policía comenzó a pesquisar a los presuntos criminales y el
juzgado de primera instancia levantó un sumario. Al cabo de muchas diligencias y
declaraciones, se llegó a la persuasión de que la cabeza humana había sido arrebatada
del campo santo por los perros, y el juzgado de letras de San Fernando mandó
sobreseer el caso.
El traslado del cementerio tenía, pues, el carácter de una necesidad premiosa para la
localidad, así lo comprendió la Municipalidad que desde 1839 traía entre manos este
problema y que alcanzó a delinear un cementerio al oriente de la población, en terrenos
de don Manuel Cruzat, pero una comisión municipal encontró mejor el local que ocupa
actualmente el cementerio. Este terreno pertenecía a Don Francisco Donoso, el  que se
negaba a venderlo. Por fin, después de muchas súplicas, lo vendió a ciento cincuenta pesos
cuadra, y al comenzar el año 1848 el cementerio quedó instalado y cerrado con cerca de
espino.
Para darle una organización administrativa, el municipio aprobó el 9 de junio un
reglamento que el intendente de Colchagua don Domingo Santa Maria, futuro fundador
de los cementerios comunes, aprobó por medio del Decreto que sigue:

<<San Fernando,junio 23 de 1848.

En atención a que es urgente la traslación del cementerio de Curicó, que al presente se
encuentra en el seno de la población, en contravención a lo dispuesto por el supremo
Decreto de 31 de julio de 1823, y a que la expresada traslación no puede verificarse sin
dictar previamente un reglamento provisorio que determine el orden que debe guardarse
en el cementerio, vengo en aprobar en todas sus partes el anterior reglamento que me ha
sido pasado por el gobernador e ilustre municipalidad de aquel departamento, debiendo
darse cuenta al supremo gobierno para su superior aprobación Devuélvase y anótese.

Domingo Santa Maria.- Agapito Vallejo».
El 15 de junio de este mismo año se inhumó el primer cadáver que debía comenzar el
paso de tantas generaciones por aquella mansión de la muerte. Le tocó esta fúnebre
prioridad a la párvula Valentina del Carmen Navarro; de los diez cadáveres que
siguieron a éste, siete fueron de párvulos, dato revelador que nos prueba que en el
movimiento de la población es antiguo y persistente el desequilibrio entre los
nacimientos y las defunciones en nuestras clases menesterosas.

En sus comienzos, el adelanto del establecimiento permaneció estacionario, sin
merecer la atención ni de los vecinos ni de la autoridad, cuya indolencia y falta de
respeto por la morada de los muertos llegó hasta el punto de colocar en 1850 dentro de
su recinto los toros que debían servir para las lidias del 18 de septiembre. Las primeras
sepulturas de familia cavadas en forma de subterráneo con una reja que las rodeaba y
una lápida que las cubrìa, fueron las de don Joaquín Riquelme, don Gaspar Vidal y don
Ramón Moreira. En estas construcciones funerarias los mausoleos se introdujeron muy
posteriormente, aunque no con el lujo y buen gusto con que el arte moderno eterniza las
aflicciones del hogar, con motivo seguramente de la falta de artífices competentes.

Juntamente con la instalación del cementerio, nació la eterna rivalidad entre el poder
civil y el eclesiástico, mezcla de cuestión teológica y pecuniaria. Gobernaba la
parroquia de Curicó el cura don Pedro José Muñoz, hombre terco, de carácter difícil,
intolerante y tildado en los documentos oficiales de la época de ambicioso y díscolo. Un
incidente nos dará a conocer su carácter. Una noche comenzó a censurar desde el
púlpito al padre José Argomedo, provincial de la Merced, esta iglesia se había
habilitado provisoriamente como curato, por estar en construcción la parroquial. El
padre Argomedo que 10 oía, entró a la iglesia y desmintió terminantemente sus palabras.
Se formó con este motivo un grande escándalo, y la autoridad eclesiástica mandó
instruir un sumario, pueblo, gobernador y municipalidad estuvieron de parte de
Argomedo. En 1848 quiso impedir la celebración del aniversario de septiembre por
creerlo contrario a la moralidad pública, más sus gestiones fueron del todo desatendidas.

Entró, pues, el párroco en competencia con el municipio y el gobernador a propósito
de algunos artículos del reglamento, en que se le impedía el cobro de ciertos derechos
indebidos. Dirigió desde el púlpito por esta causa invectivas contra el gobernador y los
cabildantes. El arzobispo Valdivieso apoyó sus pretensiones y el intendente de Colchagua entró a terciar en el negocio para darle una solución equitativa.

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